sábado, 7 de febrero de 2009


DIALOGO ENTRE UN DIBUJO Y EL MUÑEQUITO DE LAS POSES.*+

NUNCA ESTAREMOS SEGUROS DE NADA, LA UNICA CONSTANTE ES EL CAMBIO, GOLPES DE VIDA QUE SE VEN EN LA CALLE, EJEMPLOS DE VIDA TAMBIEN. TODO NOS DEJA PENSANDO.







CUANDO NACEMOS, LUEGO DE LLORAR Y DESAHOGARNOS DEL PROSESO DE PARTO, MIRAMOS A TODOS LADOS Y BUSCAMOS A ALGUIEN HACIENDO GESTOS DE ABRAZOS CON NUESTRAS MINIMAS MANITOS. NO CONOCEMOS A NADIE PERO LO BUSCAMOS ABRAZANDO EL AIRE.EN LAS ÚLTIMAS FRACCIONES DE TIEMPO EN LAS QUE AGONIZAMOS EN NUESTRO LECHO DE MUERTE, SEGUN CUENTAN LOS CUENTACUENTOS QUE SABEN, LOS MAS ANCIANOS BUSCAN TAMBIEN A ALGUIEN, HACIENDO GESTOS CON LAS MANOS. ¿ABRAZAN AL ESPECTRO QUE SE VA DE SUS CUERPOS?, LOS BEBES, ¿ABRAZAN AL ANGEL QUE SE DEPOSITA EN SU CUERPITO? NADIE SABE. LO QUE SI, ES QUE ENTRE DOS MANOTEOS EN EL AIRE TRANSCURRE LA COSA.


PASA HASTA EN LAS MEJORES SOLEDADES*+

NIÑO...DEJA YA DE JODER CON LA PELOTA

QUE ESO NO SE DICE, QUE ESO NO SE HACE, QUE ESO NO SE TOCA*+

=)

mas de chanchitos =)*+


dialogo*+

EL OBISPO DEL MAR.*+



Del mar provenimos todos, él nos creó y nos alimenta, nos da de mamar. El agua del mar, belleza ondulante y crepitante, eterna matriarca de todos los sitios de este mundo, de éstos vivimos, nos alimentamos y morimos. Todo fue y pronto volverá a ser el mar. Uno de los padres de la naturaleza es el obispo del mar, soberbio y poderoso sabio centinela de las olas.
Como todo fue mar y en mar terminará, también lo fue el desierto, su hermano extremo e infernal. Entre las dunas y los abismos del inmenso mar de pedregullo molido casi como polvo, un alma en pena camina hacia la incertidumbre, sólo una sombra se ve en el mar arenoso, acompañada de dos pequeños ases de luz, la mano izquierda y derecha del pistolero Aldebarán, sus amenazantes hembras, las cuales son su maldición. Sus opresoras y compañeras de hazañas que le dieron renombre al pistolero cargadas en cada una de sus seis oportunidades, hermosas, cada una plateada y color cobre, cortesanas de la muerte, reposan en su cadera forradas en un cuero color azabache, pardo y tupido a causa del incesante gotear y transpirar de mala muerte que se producía en sus desventuras. Con cada arrastrar de sus pies en la ardiente arena, pesaba aún más su pasado, cada culpa y remordimiento en forma de gotas crepitaban en su rostro y ardían en su espalda forrada en un cuero negro rubí. El pistolero navegante de la tristeza y desdeño a través de las dunas cambiantes del mar blanco. En busca del gran desahogo de su vida, de su predeterminado mentor, del cuco hablador del que algunos creían y otros temían. En busca de quizá su padre, el obispo del mar. De niño, Aldebarán escuchó historias sobre el sabio fraile que habitaba en las olas. Algunos hacían mención de él con terror como un monstruo, un castigador, con largas túnicas del mutante color de las orillas, y un telar color marrón azabache que cubría su rostro y solo dejaba ala vista una cola de pez de infinitas escamas plateadas, y sus inmensos y aterradores ojos color amarillo brillante. Otros lo describían como el sabio obispo señor de las profundidades, capaz de guiar y hacer resentir al más vil patán o iluminar al más sabio de las tierras y conducir a aquel que lo conozca por un nuevo camino convirtiéndolo en una más de las hermanas y cristalinas olas que azotaban las costas y rocas del mar.
Ya por la tarde, el sol, más severo que nunca, reducía toda vida existente en la superficie arenosa. Aldebarán recordaba aquellos relatos y cantares de su niñez y a cuestas de su oscuro pasado y su eterna convicción que licuaba sus falanges con el metal plateado y color cobre y aferraba y fusionaba sus manos malhechoras a sus compañeras de tambor y calibre cuarenta y cinco, se dijo a sí mismo
-Te encontraré, solo guíame.
Al terminar su alardeo hacia la nada, una sombra alada oscureció su cabeza y entonces escuchó hacia sus adentros:
-Entonces sígueme.
Debido a la inmensa sombra que proyectaba el ser alado, Aldebarán retiró de su cabeza su sombrero color marrón herrumbre con detalles entrecruzados hechos con sogas por algún artesano en el pasado, dejando mostrar al animal un par de ojos color azulado oscuro tal como la noche, segundos antes de enfrentarse al amanecer. El animal era un ave inquietantemente similar a un búho con el rostro de plumaje blanco y las alas de tonalidades verdes y azules que avanzaban en tonos más oscuros hacia las puntas de sus alas. Pese a la fiebre y a la pérdida de percepción visual debido al sofocante y abrasador calor del desierto, el pistolero seguía con firmes pasos al búho que se perdía y se hacía casi imperceptible, éste lo encaminó por los cielos hacia la duna mas inmensa que podía haber visto, la descomunal montaña de arena se dejó descubrir poco a poco que el viento contaminado de arena se iba dispersando, extendiéndose tanto en las alturas como a quilómetros alrededor suyo. Una terrible decepción estremeció la agobiada espalda y el ceño de Aldebarán, quien angustiado por el inmenso reto que se desplegaba ante sus ojos, dio media vuelta y con todas las fuerzas que le quedaban en su garganta seca y pulmones exhaustos y llenos de arena gritó hacia las alturas:
-¡Estúpido plumífero!- y marchó sobre sus mismos pasos, pasaron pocos segundos hasta que el pistolero sintió un chillido ensordecedor que hizo fruncir su ceño y cerrar sus ojos con fuerza, sintió una fuerte ventisca provocada por los aleteos del plumífero nuevamente, que segundos más tarde incrustó su garra menor en la mejilla del muchacho no tan muchacho abriendo una herida que se extendió desde el inferior del pómulo hasta casi llegar a su cabellera a modo de castigo. Sin dar tiempo al pistolero, el ave hizo retumbar en sus oídos:
-Nunca has aceptado ayuda de nadie, y siempre has optado por el camino fácil, debes aprender a convivir con las personas y con tus problemas.
Aldebarán reprimió su grito de dolor a causa de la fuerte herida, el cual inmediatamente se desvaneció en su pecho. Dio media vuelta y con una expresión que su rostro nunca antes había moldeado, una mirada de aceptación, miró la inmensa duna y a pasos y manotazos lentos y rebuscados, pero firmes, la escaló sin titubear hasta la cima. Inmediatamente el búho desapareció junto con el dolor de su herida que ya había cicatrizado. Quedó en su rostro los rastros del recorrido de la garra inferior del plumífero formando una cicatriz casi dibujada y delineada con una simpleza y linealidad casi artística.
De un instante a otro la temperatura descendió, el cielo oscureció hasta similar la noche y el sol se transformó en luna naciente. Aldebarán el pistolero, divisó un paisaje sereno, una llanura azulina, ya no había casi arena en el suelo, ni tampoco dunas, todo el paisaje estaba revestido en tonalidades azules a causa de la luz lunar. Descendió la última y más inmensa duna deslizándose como si fuere un tobogán hasta que en el final sus espuelas de acero chocaron con el suelo rígido prolongando un finísimo eco a través de la pradera azul. A pesar de la frescura del ambiente que lo reconfortaba tras pasar días de travesía bajo el incandescente sol, cada paso que adelantaba el pistolero le pesaba cada vez más, y su sed de días comenzaba a consumir los líquidos más recónditos de su organismo. A lo lejos divisó una luz tenue en medio de la oscuridad, dedujo que era una fogata acompañada de tres sombras inmóviles. El joven no tan joven forajido corrió hacia la efímera luz que cada vez se hacía más visible a causa de la cercanía y tomando la forma de una llamarada. Al llegar a esta, el pistolero se vio solo con la fogata, las sombras que se divisaban a lo lejos se habían dispersado, se posó en frente del fuego y observó huellas impregnadas en el suelo de la pálida tierra que enseñaban un leve relieve gracias a la luz de la luna. Eran huellas de sandalias, pero era sólo un par entre tantas de las que se desplegaba en la llanura hacia lo lejos, las demás eran de aspecto animal, canino y cada vez se hacían menos perceptibles a medida que avanzaba en el horizonte. Acompañada a la fogata, Aldebarán encontró un par de botellas vacías de ron entre otras que lucían el mismo estado.
-Borracho. Éste tipo es o fue presa fácil de dos viejos lobos expulsados de alguna jauría- dedujo el intuitivo forajido.
Al terminar su reflexión escuchó un alarido de dolor, provenía del lado oeste. Se aventuró, caminó un tanto acelerado, pero dejando a las agujas del tiempo transcurrir, dando así tiempo a las bestias a devorar al alcohólico, así las ahuyentaría con unos disparos y se apropiaría de cualquier reserva de agua que poseyera el ebrio en su vestimenta. Pero al no divisar nada parecido a un recipiente en sus dominios, siguió su camino dejándolo atrás, dándole las espaldas a las bestias y su consomé. Pasaron segundos hasta que, uno de los lobos, con un reflejo brillante amarillento y ambarino en sus ojos, volteó su mirada fijamente hacia el pistolero y repentinamente se abalanzó sobre él propinándole un mordisco leve, pero muy doloroso en su antebrazo derecho, desgarrando su camisa en jirones. Segundos antes de esbozar un grito de angustia o reaccionar con una maniobra ofensiva, una voz idéntica a la del búho de las dunas repercutió en sus adentros:
-¡Siempre has optado por el camino fácil, siguiendo ese camino, cómodamente tu alma será un espectro sombrío e inválido!
Recapacitando, el pistolero tomó hábil y rápidamente su revólver plateado calibre cuarenta y cinco desnudándolo de su funda de cuero y con fuerza noqueó con la culata, a la bestia. El lobo cayó al suelo de lomo, pero velozmente alzó su mirada hacia Aldebarán, quien escuchó otro discurso en sus internos:
-Debes aceptar el hecho de que tú necesitas ayuda, y también precisas poder ayudar a otros.
Luego el animal de ojos amarillentos se desvaneció en las llanuras casi tan velozmente que no lo pudo percibir. Sólo quedaba en la vista del forajido la otra bestia, pareja del lobo prófugo que había mordido su antebrazo, ésta sacudía con fuerza bestial una pierna del agonizante ebrio. Rápidamente, Aldebarán se lanzó encima del lomo de la oscura bestia y aplicándole una llave en su cuello, estrangulándola con su antebrazo, luego de un brusco giro de las caderas del pistolero, logró desnucar al animal.
-¿Te encuentras bien? Tu herida se ve profunda- comentó mientras le extendía la mano al enclenque personaje.
-Estoy bien, gracias a ti. Me llamo Katayev, soy oriundo de tierras muy lejanas, pero vine aquí hace pocos meses- se presentó agradecido el ebrio muchacho.
-No recuerdo haberte preguntado cuál es tu nombre- aventuró el pistolero con un tono irónico y hostil pero luego recapacitó- emm, discúlpame no fue mi intención, mi nombre es Aldebarán, es que estoy cargando a mis espaldas unos días muy pesados. Dime, ¿tienes un poco de agua?- interrogó inquietamente al muchacho.
-No amigo, pero si mucho frío- se lamentó Katayev mientras su cuerpo tiritaba por la fiebre y el estado alcohólico.
El forajido Aldebarán se despojó de su gorro oscuro color negro rubí, y de su chaqueta color negro azabache con detalles en la parte de la espalda, hechos con cuero marrón cortado en retazos elegantemente delineados, y que juntos formaban la emblemática cabeza de un toro furioso formado en detalles tribales y vistió al enclenque Katayev.
-No es mucho abrigo que digamos, pero te cubrirá el pecho, y el sombrero no te queda mal- informó el pistolero sarcásticamente.
Luego ató un torniquete en la pierna del herido con uno de los jirones de su camisa que el lobo de ojos amarillo ambarino había destrozado previamente, esterilizando así la hemorragia.
-Gracias forajido, oh ahora recuerdo, debes estar sediento, ven acompáñame al gran oasis- le aventuró Katayev mientras adelantaba unos pasos hacia el sur.
El joven no tan joven Aldebarán comenzó a recibir, sin darse cuenta los frutos de sus últimas acciones. Unos minutos más tarde su sed se habría desvanecido. Un quilómetro y medio más adelante llegaron. El pistolero aprendiz del desierto y del búho, y Katayev, aquel beodo cuya borrachera había mutado en un dolor estomacal acompañado de náuseas y un ligero dolor que cabeza. El presunto oasis superaba con creces las expectativas del forajido Aldebarán, él había esbozado previamente en su cabeza una laguna que no superaba el quilómetro a la redonda, tupido su alrededor con unas malezas secas y una que otra palmera. El sitio que se desplegaba ante los ojos de los dos visitantes era un inmenso complejo hecho de rocas, barro y arcilla, con ladrillos cocidos que resaltaban de las superficies enterizas y rústicas que formaban tres inmensas dunas distribuidas en el árido valle en forma simétrica y rodeada por pilares de palmeras que se distribuían y expandían quilómetros a la redonda. El pistolero y el lugareño entraron por uno de los ciento cincuenta pórticos que el complejo poseía. Dentro de este, los mercaderes se veían por doquier, una plenitud de gentíos degustaba frutos y manjares exóticos provenientes del otro lado del globo. Otros compraban y vendían objetos preciados y catalejos.
-Amigo mío, este es el oasis de las llanuras del desierto, bienvenido. Eres digno de nuestras aguas y frutos, yo te estaré eternamente agradecido por salvar mi vida y demostrarme lo tonto que fui al dejarme seducir en actitudes tan banales como el alcoholismo- aclaró Katayev girando su cuerpo sobre sí con la frente en alto y las manos extendidas, concluyendo en una graciosa alabanza.
Cuando dio fin a su acto, el lugareño, notó que el pistolero ya no se encontraba a su lado y haciendo una mueca de indiferencia, se dijo a sí mismo:
-Debe haber tenido una urgencia sanitaria.
A pocos metros del paradero del lugareño se encontraba Aldebarán sumergido hasta la cintura en una laguna no muy profunda de agua cristalina que reflejaba casi perfectamente las nubes del cielo. Ingirió cinco poderosas bocanadas del líquido, y al humedecer su camisa de lienzo color marrón pudo mantener su cuerpo fresco por unos minutos.
Horas más tarde se encontraba el pistolero en las afueras del oasis reflexionando todo lo sucedido en el transcurso de su vida y sus memorias, su niñez y juventud y ese camino que había emprendido hace días a través del desierto hacia las costas del mar en busca del filósofo iluminado fraile del mar, y en todas las situaciones que habían ocurrido en su viaje. El extraño búho, la inmensa duna, los lobos, Katayev y el gran oasis. Aprender a convivir con sus problemas y aceptarlos y convivir con las personas que le rodean, brindar y recibir ayuda. Habían ocurrido varias situaciones que prácticamente le salvaron la vida, de morir de sed en medio de la travesía por el desierto, al encontrar el complejo y el oasis y poco a poco borrar todo ese oscuro alquitrán de su pasado. Ya no quería ser más un pistolero, un errante, no quería robarle más el trabajo a la muerte nunca más. Asestaría los últimos tiros, las últimas gatilladas de su vida. Sus hermanas de acero escupirían sus últimos toques de la muerte.
Tres jarrones de barro cocido, decorados con elegantes dibujos de camellos y jinetes en su centro, son atravesados por los golpes metálicos que escupen las pistolas calibre cuarenta y cinco. Dos jarrones de color ocre son pulverizados por dos disparos del revólver plateado dominado por su mano. Un jarrón, el tercero, un tanto más oscuro color vino rubí es destrozado por un disparo que surge desde su hombro derecho, recorriendo el brazo hasta llegar dedo índice y luego el cañón, del cual surge una bala color cobre, con la continuidad y brutalidad de un latigazo se despliega del pistolero haciendo trizas la artesanía de barro cocido. Purgando con este último disparo, toda la oscuridad, aquel oscuro espectro que manchaba su alma, su culpa, todo parecía debilitarse, cada segundo, mientras una frágil y tímida sonrisa se dibujaba en las rústicas llanuras de su rostro, Aldebarán parecía haber hecho las paces consigo mismo. Con calidez y melancólica suavidad enfundó sus dos compañeras en los revestimientos de cuero bordados a mano color marrón atezado.
-Esos jarrones, eran para los mercaderes, los dejé secar en aquel estante- se escuchó a pocos metros de donde el forajido se encontraba.
Era una voz tímida y serena y un tanto seductora proveniente de unos labios suavemente dibujados casi imperceptibles color púrpura. Era una muchacha de rasgos definidos, con grandes pómulos, de tez morena, cejas dibujadas a lo largo de su frente con suave elegancia. Cubría uno de sus verdes ojos un mechón ondulado que llegaba hasta su pecho como tantos otros en toda su cabeza, tan morenos y haciendo contraste con su blanca y traslúcida túnica.
-¿Quién eres?- preguntó la muchacha intrigada, mientras se acercaba con lentos y elegantes pasos a donde estaba el pistolero.
-Disculpa, mi nombre es Aldebarán, lamento lo de tus jarrones, no fue por despecho, puedo pagártelos- se disculpó.
-Aldebarán, el forajido, cuentan siempre sobre ti en estos lugares, para intimidar a ladrones o a niños. Eres aquel que detuvo a la gran logia de traficantes de opio, eres una leyenda para algunos, otros te temen y respetan- comentaba la morena de larga túnica.
-No los detuve, los asesiné, como a tantos otros- se lamentó el pistolero- por eso asesté esos tiros a tus jarrones, son los últimos disparos de mi vida, ya no seré mas un asesino, un pistolero- explicó el muchacho mientras se despojaba de sus botas y sus pistolas con sus respectivas fundas de cuero- si soy tan famoso como dices, sabrán de mis pistolas de cobre y plata, los mercaderes te pagarán muy bien por ellas. Yo no las necesitaré más, mi guerra es ahora la espiritual-, se justificó el pistolero ya no más pistolero con un gesto de agradecimiento.
-Oh, muchas gracias, a propósito, disculpa, mi nombre es Alasha, no me había presentado que atrevida soy. Cualquier cosa que necesites forastero sólo dime- se ofreció.
-Sólo una, ¿conoces al obispo del mar?-preguntó intrigado Aldebarán.
-Así es, mi madre lo conoció, ella siempre hablaba sobre él, también me contaba sobre su paradero, es en las costas rocosas del norte azotadas por las fuertes aguas- informó Alasha.
Sin perder un segundo más, el forajido se aventuró hacia el norte.
-Espera joven, ¿y éstas hermosas botas?- pregunto un tanto intrigada la morena lugareña.
-Es que te vi descalza- respondió Aldebarán con una amplia sonrisa, luego desapareció.
En las afueras del oasis el impertinente sol azotaba las superficies arenosas nuevamente, entre dunas gigantes y otras pequeñas, Aldebarán marchaba decidido y orgulloso de sí mismo, había aprendido a convivir con sus semejantes en vez de repelerlos, consiguió dibujar una sonrisa en dos personas, eso lo animaba aún más. Siguió su marcha hasta que de repente se interpuso ante el un jinete con su camello.
-Debes estar hambriento amigo mío- se escuchó decir del jinete con una voz raramente familiar.
Cuando éste reveló su rostro a través de las túnicas que lo cubrían, Aldebarán lo reconoció inmediatamente. Era Katayev, quien el ofrecía, mientras, una canasta llena de empanadas árabes cubiertas y anudadas por una pañoleta.
-Gracias, no voy a mentirte amigo, ¡mi hambre es feroz!- respondió Aldebarán mientras se adueñaba del presente.
-¡Gracias por todo y suerte en tu viaje valiente joven!- se despidió Katayev -¿a caso te volveré a ver?- añadió luego.
-Seguramente, en otra vida, cuando seamos lobos, te invitaré a cenar alguno que otro borracho que se pierda en el desierto- respondió con un tono burlón el viajero del desierto.
Riendo a carcajadas el jinete Katayev se despedía de Aldebarán, mientras éste se desvanecía en las llanuras paso a paso, hasta que fue imperceptible. Esa fue la última vez que alguien vio pasar o marchar al joven pistolero más temido, que decidió dar un giro a su destino. Algunos dicen que nunca encontró a su gran mentor, el obispo del mar, otros cuentan y cantan que nunca existió el pistolero. Si se lo preguntan a Katayev o a Alasha, ellos afirmaran y serán felices al recordarlo.
Muy lejos del mar, en el cielo desértico, algunos viajeros ven a un extraño búho bizantino color gris, vigilándolos. Éste según dicen posee grandes ojos color negro azulino, como la noche justo antes de ser atacada por el amanecer, y también muestra orgullosamente, el plumífero, dibujada en su rostro, una marca lineal que se extiende desde los bajos de su pómulo hacia el final de su frente.


Nahuel Silva Barrios.*+